Eliseo Díaz Casanovas
Miré por la polvorienta ventanilla del autocar. Hacía tres horas que habíamos salido de la ciudad y ya hacía un buen rato que no veíamos casas ni granjas. La carretera por la que circulábamos atravesaba casi en línea recta el desierto. Montes áridos salpicados de vez en cuando por pequeños árboles retorcidos. La temperatura era insoportable ya que el aire acondicionado no funcionaba. Nos estábamos asando vivos.
Viajábamos todos los de mi clase; veintiséis en total. Éramos diecinueve chicas y siete chicos. Ya veis que los chicos nos encontrábamos en minoría, pero eso no impedía que nosotros alborotáramos bastante más; sobre todo el grupito formado por Miguel y Guille. El primero tenía el pelo castaño bastante corto y llevaba un piercing en la ceja izquierda. El segundo, era muy corpulento y moreno. Le gustaba lucir sus brazos musculosos y a menudo se tocaba su voluminoso pelo encrespado.
El chico que se sentaba a mi lado se llamaba Edgar. Era un muchacho pequeño y flacucho. Tenía la tez tan pálida que si te fijabas bien podías distinguir capilares y pequeñas venas en su rostro. Sus ojos eran negros y muy grandes. Había llegado nuevo ese año y el hecho de no ser muy hablador no le había ayudado a hacer nuevos amigos. De hecho, durante aquel curso había sido el marginado de clase. Si me sentaba a su lado era porque viajábamos en orden alfabético.
Nos dirigíamos a un refugio perdido en las montañas y todos nosotros estábamos bastante nerviosos porque se trataba de la excursión de fin de curso y probablemente de la última que realizaríamos juntos. Con nosotros viajaba el señor Saavedra, nuestro tutor. Al igual que Edgar, había venido nuevo ese año. Se trataba de un hombre impredecible, a veces se hartaba a carcajadas y otras, sin motivo aparente, estaba de un humor de perros. Tenía la tez pálida, pelo negro escaso y muy corto, y ojos azules y pequeños.
- Mira Gus, hemos dejado el desierto- me dijo de repente Edgar, señalando con el dedo por la ventanilla.
Tenía razón. La hierba tenía un color más verdoso y se veían bosques de árboles altos y oscuros. - Eso significa que todavía nos queda una hora o así – y añadí – creo que el refugio está entre esas montañas que se ven enfrente – y señalé unas oscuras y amenazadoras montañas cubiertas en sus faldas por bosques densos e impenetrables.
La carretera también había dejado de ser recta y ahora todos gritábamos y nos balanceábamos con cada curva cerrada que el autocar cogía. Además, la temperatura había bajado de forma considerable y tuve que ponerme una sudadera por encima.
De pronto, sin previo aviso, el autocar se detuvo con un chirriar de frenos mientras los neumáticos rechinaban ruidosamente contra la carretera.
Todos gritamos de sorpresa. Yo salí disparado del asiento y me golpeé la cara con el asiento de delante.
Mientras volvía a recostarme, con el corazón latiéndome con fuerza todavía, el señor Saavedra se puso en pie y se acercó al conductor y empezaron a hablar y luego a discutir. Como estaba en los asientos traseros, al principio no oía nada de lo que decían, pero a medida que los demás se callaban pude enterarme de parte de la conversación.
Al parecer, para llegar al refugio debíamos desviarnos por una pista sin asfaltar que partía a la derecha de la carretera. Pero el conductor se negaba a adentrarse por ahí argumentando que la empresa le prohibía circular por caminos de tierra y que a él nadie le había dicho nada. El señor Saavedra intentaba convencerlo para que nos llevara diciéndole que no podía dejarnos allí tirados y que se le pagaría un plus. Estuvieron discutiendo durante cinco minutos hasta que el señor Saavedra se volvió hacia nosotros y mirándonos con aquellos diminutos ojos azules, dijo resignado que bajáramos del vehículo y fuéramos sacando nuestros bultos del maletero.
Nadie dijo nada mientras íbamos sacando nuestras cosas. Observé como Susana y Laura tenían los ojos llorosos. Todos estábamos algo preocupados, ¿teníamos que ir a pie hasta el refugio?
Por su parte, el señor Saavedra se había alejado unos metros e intentaba encender un cigarrillo. También él parecía preocupado y consciente de haber perdido el control de la situación.
Cuando acabamos de vaciar el maletero, el conductor se apresuró a subir al autocar. Se instaló ante el volante y se puso una gorra de PortAventura. Accionó la palanca y la puerta del autocar se cerró de golpe. El motor se puso en marcha con un rugido, y un chorro de humo negro brotó del tubo de escape.
Nos quedamos todos mirando furiosos el autocar, que empezó a avanzar con un chirrido mientras los neumáticos rechinaban sobre la tierra, y se alejó brincando por la carretera hasta desaparecer detrás de una curva.
Tras unos segundos, el señor Saavedra rompió el silencio con su voz quebradiza y ronca: - ¡Venga chicos, coged vuestras cosas que nos queda una buena caminata!
Todos echamos un vistazo hacia el descuidado camino. Con un suspiro, me colgué del hombro la mochila con la ropa. Luego me coloqué el saco de dormir debajo del brazo. - ¿No deberían haber mandado a alguien del refugio para que viniera a recogernos? –preguntó Miguel al señor Saavedra, pero éste hizo caso omiso de la pregunta y echó a andar por el tortuoso sendero.
Resignados, empezamos a caminar en silencio tras los pasos de nuestro tutor. Al cabo de un rato tuvimos que ir en fila india, ya que a medida que avanzábamos el camino se volvía más estrecho y retorcido entre los árboles. Entendí que el conductor se negara a llevarnos por ahí, pero no conseguía comprender como el señor Saavedra no lo había previsto.
Nuestras dudas y temores se incrementaron cuando el cielo empezó a oscurecer. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Estaba empezando a tener frío pese a la gruesa sudadera que llevaba puesta. Todos caminábamos muy juntos, tratando de seguir el sinuoso camino.
Poco a poco, la noche se nos echó encima. En un momento dado, las nubes se abrieron y permitieron que la luna se asomara. Los árboles brillaban ahora con un frío tono plateado; parecían espectros en medio del monte.
Algunos chicos y chicas habían estado conversando durante parte de la caminata, pero a medida que nos adentrábamos en la espesura, sus voces se fueron apagando y, finalmente, sustituidas por extraños sonidos de animales nocturnos y el leve balanceo de las copas de los árboles. - ¿Cuánto falta para llegar al refugio? – le preguntó Mónica al señor Saavedra.
- Ya falta poco – respondió con un hilo de voz.
Entonces, el camino se acabó, pero nuestro tutor nos hizo seguir entre los árboles. La poca luz que desprendía su linterna servía para que no acabáramos extraviados. Seguimos andando a través de arbustos espinosos, sobre una espesa alfombra de crujientes hojas secas. El señor Saavedra nos aseguraba que íbamos en la dirección correcta, pero probablemente ninguno de nosotros le creía. Observé las caras de mis compañeros. Todos mostraban preocupación en el rostro. Me percaté de que más chicas sollozaban en silencio. Seguramente no habían pasado tanto miedo en sus rutinarias y acomodadas vidas.
Una lechuza u(edited)ó en los árboles. También percibí el aleteo de los murciélagos. Algunas criaturas escarbaban a los pies de los pinos.
De repente, una mano me agarró del hombro. Pegué un respingo y me giré. Era Edgar. Parecía el menos afectado de nosotros. Sonrió mientras empezó a tararear una canción desconocida. Sus facciones a la luz de la luna eran casi translúcidas y el plateado cabello tenía un aspecto espeluznantemente irreal. - ¿Sabes que por esta zona murieron doce chicos y su monitor en 1987? – me dijo con suavidad.
- ¿Qué les pasó? – le pregunté con un tono de voz casi imperceptible.
- No se supo porque nunca encontraron los cuerpos, pero supongo que una avalancha de nieve y rocas o algo por el estilo – y se encogió de hombros. Parecía orgulloso de conocer esa morbosa historia. – También dicen que se les puede ver de noche por estos parajes – añadió con voz misteriosa.
Seguimos caminando, escuchando los aullidos y quejidos de los animales, observando como una densa niebla serpenteaba entre los árboles y poco a poco iba envolviéndonos.
Finalmente, llegamos a una explanada ancha y llana. - ¿Ya hemos llegado? – preguntó Guille.
Pero el señor Saavedra, ignorando la pregunta, dijo que nos quedásemos quietos y tras dirigirse con paso firme hasta un borde del claro, se internó entre los árboles desapareciendo de nuestra vista.
Todos nos miramos sorprendidos y confusos, preguntándonos lo mismo: ¿Si de verdad habíamos llegado porque no había ni rastro del refugio? Y ¿Por qué se había marchado sin decirnos nada nuestro desconcertante tutor?
De pronto, la luna volvió a quedar oculta por las nubes y la oscuridad nos envolvió.
La niebla empezó a arremolinarse sobre el prado. Era una niebla fría y húmeda. Se formaron nubes grises a su alrededor que poco a poco se fueron oscureciendo.
Cada vez se espesaban más.
Finalmente, la niebla nos envolvió por completo, ondeando como humo negro.
De entre la niebla surgió una figura. Se acercó un poco y pudimos comprobar que se trataba del señor Saavedra. Pero nadie se movió ni dijo nada. Tenía un aspecto diferente.
La piel translúcida y espeluznantemente blanca le otorgaba un aspecto siniestro. Y no había regresado solo. A ambos lados fueron apareciendo niños y niñas de piel translúcida y mirada opaca. Once en total.
Nos apretujamos todo lo que pudimos. La mayoría lloraban. Yo estaba tan paralizado que ni siquiera me saltaban las lágrimas. Atónito, contemplé esas apariciones espectrales y, como uno de nosotros se acercó a ellos, colocándose a su lado, frente a nosotros. Era Edgar. Ahora ya eran doce niños y un monitor. - ¿Qué queréis de nosotros? – dije con las pocas fuerzas que me quedaban.
Respondió Edgar, en la única ocasión en todo el curso que todos le escuchábamos atentamente. - Era abril de 1987 y habíamos venido de excursión. Lo estábamos pasando en grande. La temperatura era agradable y el tiempo acompañaba. Pero el destino quiso que unas rocas del tamaño de automóviles se abalanzaran ladera abajo hasta el lugar donde nos encontrábamos recogiendo y catalogando flores. Morimos aplastados, pero por alguna extraña razón no desaparecimos del todo. Seguíamos allí sin estar vivos, pero tampoco estábamos totalmente muertos. Supongo que ninguno de nosotros deseaba morir, lo estábamos pasando tan bien… El caso es que con el paso del tiempo notamos como la poca energía que nos quedaba disminuía y nuestra apariencia desaparecía progresivamente. Así que debíamos hacer algo. Y la ocasión se presentó cuando unos excursionistas se encontraban por esta zona. Conseguimos quitarles la energía vital para beneficiarnos nosotros y seguir, por tanto, como no muertos. Desde hace años el señor Saavedra y uno de nosotros vamos a un nuevo instituto para traer a chicos como vosotros a este lugar, donde esperan los demás. No queremos desaparecer de este mundo, aunque para ello tenga que morir gente…
Intenté correr pero estaba completamente paralizado. No podía mover ni un solo músculo. Así pues tampoco podía llevarme la mano al bolsillo y coger mi teléfono móvil, aunque seguramente en esa agreste zona no había cobertura.
Los espectros avanzaron hacia nosotros y se detuvieron a escasos metros. Levantaron las manos enseñándonos las blancas palmas. La niebla se espesó todavía más hasta el punto de resultar asfixiante, tan espesa y oscura que dejé de distinguir a los demás. No podía ver nada. Ni siquiera el suelo. Era una bruma húmeda y silenciosa.
De pronto, un intenso frío se apoderó de mi cuerpo. Era una sensación tan angustiosa que habría gritado de poder hacerlo.
Plof. Plof.
Un extraño ruido llegó a mis entumecidos oídos.
Plof. Plof.
Miré a mí alrededor. No veía nada por culpa de la niebla.
Plof. Plof.
Otra vez ese maldito sonido. ¿Qué debía provocarlo?
Plof. Plof.
Entonces la niebla se disipó un poco y logré entrever las siluetas de algunos de mis compañeros. A mi izquierda distinguí a Borja e intenté decirle algo, pero…
Plof. Plof.
Sus ojos. Sus ojos habían estallado y en cuestión de pocos segundos su piel desapareció y su esqueleto se desplomó en silencio. El único sonido que se oía era el provocado por los ojos de mis amigos al estallar.
Plof. Plof.
Vislumbré como más esqueletos caían inertes al suelo. Era un espectáculo dantesco. Estaba inmerso en una orgía de canicas oculares estallando.
La niebla se disipó un poco más y enfrente de mí surgió Edgar. Más bien el espectro de Edgar. Se acercó y alzó las palmas de las manos. Le miré con asco y me devolvió la mirada con una sonrisa malévola. La última mirada de mi vida. La última excursión de mi vida.
Plof. Plof.