Nepal Inédito

Nepal, un pequeño país de 142.000 kms. cuadrados, se encuentra limitado al norte por los Himalayas y China, y al sur, este y oeste por la India. Sus paisajes tienen fama mundial, combinando las cumbres con nieves eternas de las montañas más altas del mundo, las llanuras y fértiles valles, y la jungla.

Un lugar anclado en el pasado, donde la vida transcurre sin prisas, donde la gente es amable y no conoce la maldad, donde el viajero se convierte en un dios y es recibido y agasajado como un miembro más de la familia. Un país donde se respira seguridad en cada rincón y se puede pasear a cualquier hora del día o de la noche con toda tranquilidad.


I T I N E R A R I O



29 Marzo Cartagena – Madrid – Frankfurt – Kathmandú.


30 Marzo Kathmandú.


31 Marzo Kathmandú – Bhaktapur – Patan – Kathmandú.


01 Abril Kathmandú – Pokhara.


02 Abril Pokhara.


03 Abril Pokhara – Chitwan.


04 Abril Chitwan.


05 Abril Chitwan – Kathmandú.


06 Abril Kathmandú – Bhaktapur – Kathmandú.


07 Abril Kathmandú – Frankfurt – Madrid.


08 Abril Madrid – Cartagena.


PROLOGO



El pueblo nepalés, pobre pero honrado y con gran sentido del honor, es un vivo ejemplo para nuestra sociedad occidental llena de codicia, odio y envidia. Puede que sea uno de los países más pobres del mundo, pero sin embargo es uno de los mas ricos en valores humanos

Pero como todo lo que todavía queda puro, corre el gran peligro de echarse a perder por la influencia del mundo moderno; el turismo, que es la principal fuente de ingresos para el país, puede convertirse en uno de sus peores enemigos si no es controlado adecuadamente.

La mágica sensación que se siente de haber viajado en una máquina del tiempo hacia la edad media, inmerso en un mundo y una sociedad completamente diferente a la nuestra; así como el conjunto de sus gentes y paisajes hace que el viajero prometa volver de nuevo a este lugar de ensueño, tan lejano de nosotros pero tan cerca en nuestro corazón.




Por: Antonio Pomares Izquierdo

29 de marzo de 1996.

El Viernes de Dolores a las 5:00 horas de la mañana partimos hacia la estación de ferrocarril de Cartagena para coger el Talgo que nos llevará hasta la estación de Chamartín en Madrid. El tren tiene prevista su salida hacia las 5:50, por lo que tenemos que esperar media hora hasta el anhelado momento. Nos parece increíble que estemos a punto de realizar tal hazaña, un sueño tan deseado, la gran odisea parece ir haciéndose realidad, aunque no nos concienciemos mucho de la situación debido a la fatiga de una mala noche, casi sin dormir, por la gran emoción que sentíamos al pensar en lo que íbamos a emprender al día siguiente.

Por fin y casi sin darnos cuenta , el tren se pone en marcha, con tal suavidad que parece que es la estación la que se mueve y no nosotros. Ya un poco más relajados nos disponemos a intentar descansar un poco, y así prepararnos para la larga y agotadora jornada que se nos avecina.

Los trenes españoles han mejorado notablemente desde la última vez que los utilizamos. Ofrecen todo tipo de comodidades como cafetería, vídeo, música, prensa, asientos reclinables etc.

A la media hora de iniciado el viaje, uno de los auxiliares pasa repartiendo auriculares para poder disfrutar de la película de vídeo que nos van a ofrecer. El artilugio en sí es bastante rudimentario, pues se trata de dos tubos de plástico de color azul RENFE, los cuales transmiten el sonido por resonancia de un altavoz que se encuentra oculto en los brazos de nuestros asientos y con el que se conecta por medio de un orificio similar al de una clavija. El sistema parece no funcionar muy mal y podemos matar un poco el tiempo mientras comienza a amanecer.

Nuestros estómagos comienzan a impacientarse y ya va siendo hora de tomar un pequeño desayuno, para así hacer más corto el viaje. En el vagón cafetería uno tiene la oportunidad de saborear unos croasanes calientes y un café con leche, mientras te deleitas con el paisaje que pasa ante tus ojos a través de los amplios ventanales.

En la lejanía ya se vislumbra Madrid, grande y majestuoso, que, sin embargo, nos recibe con sus pobres barrios de chabolas, de gentes marginales que han acudido a la capital en busca de una mejor vida. El tren comienza a reducir su marcha y, tras una pequeña parada en la estación de Atocha, llegamos a Chamartín, una de las más importantes estaciones de Madrid que se nos presenta en plena actividad. Cogemos todo nuestro equipaje y nos disponemos a pisar suelo madrileño.

Inmersos en la corriente humana nos dirigimos hacia la salida para coger un taxi que nos lleve al aeropuerto de Barajas. Una vez aquí buscamos el mostrador de Iberia y facturamos nuestro equipaje con destino Kathmandú via Frankfurt. Faltan todavía unas tres horas para embarcar, por lo que entramos en la zona libre de impuestos para echar un vistazo a los diferentes artículos que aquí se encuentran, y al mismo tiempo para tomar un pequeño aperitivo.

Llegada la hora de comer tenemos que salir de la zona libre de impuestos para poder acceder al Self Service, en donde tomamos paella, ensalada, entremeses y un suculento postre. Tras la comida nos sentamos a esperar que llegue la hora de embarque y aprovechamos para echar una pequeña siesta.

El anuncio por megafonía de la puerta de embarque del vuelo con destino Frankfurt me despierta, cogemos nuestras maletas y nos dirigimos hacia ella. Hay bastante gente en la cola para nuestro vuelo, la mayoría de ellos españoles; parecen emigrantes que regresan a Alemania. El avión despega puntual y tras unas dos horas de vuelo, aterrizamos en el aeropuerto de Frankfurt Main, uno de los más grandes de Europa.

Atónitos ante la enormidad del edificio, nos vamos adentrando por sus amplios pasillos delimitados por lujosas joyerías, en cuyos escaparates se venden piedras preciosas a precios prohibitivos. El recinto es como una gran ciudad cubierta en la que se pueden encontrar desde restaurantes de todos los tipos hasta grandes hoteles.

Tras encontrar el mostrador de la compañía aérea Royal Nepal Airlines – donde recogemos las tarjetas de embarque – nos disponemos a tomar unas salchichas alemanas con unas cervezas en una de las cafeterías del aeropuerto, cuyo sabor nos trae recuerdos de nuestro último viaje a Austria.

Una vez anunciada nuestra puerta de embarque, nos dirigimos hacia una zona que parece algo abandonada en comparación con el resto del edificio; resulta ser la zona destinada a los países del tercer mundo. Después de una hora de espera vemos aparecer varios pasajeros con mochilas y botas de montaña; adivinamos que van a ser nuestros compañeros de vuelo durante doce largas horas.

Entramos en el avión tras media hora de retraso, un Boing 747 nuevo, pero algo sucio. El interior es de colores vivos y alegres: naranja, verde y amarillo, y los asientos con dibujos en tonos anaranjados, con muy poco espacio para estirar las piernas y dispuestos en tres filas, dos filas de ventanilla, de dos asientos cada una, y una en el centro de cuatro asientos juntos.

Con el avión hasta los topes y encajonados en nuestros asientos, de ventanilla, afortunadamente, con una simple almohada de color azul celeste algo sucia, y habiendo escuchado atentamente la normativa en caso de accidente – primero en lengua nepalí y después en inglés – despegamos hacia las doce horas de la noche con destino Kathmandú. Nuestro sueño empieza a hacerse realidad. Ahora tan sólo queda no pensar en las horas que nos quedan de vuelo e intentar dormir un poco para mitigar el cansancio que llevamos acumulado durante toda esta larga jornada.

30 de marzo de 1996.

Es difícil conciliar el sueño cuando se tienen las rodillas clavadas en el respaldo del asiento delantero. Una de las azafatas, vestida con el traje nacional de Nepal, pasa repartiendo la carta del menú para la cena. Apercibiéndose de mi problema, me señala amablemente la posibilidad de cambiarme a uno de los asientos junto a las salidas de emergencia -que estaba desocupado-, con la única condición de volver a ocupar mi asiento cada vez que el avión aterrice o despegue.

Tras una corta conversación con una señora inglesa que está sentada en el asiento contiguo al mío, caigo en un profundo sueño y logro descansar durante unas tres horas. Al despertar comienza a amanecer por un horizonte de nubes a través de mi ventana. Son casi las cuatro de la mañana, hora de España; ya es de día, debido a que avanzamos en sentido contrario al de la Tierra. Me levanto de mi asiento y me dirijo a ver a Delia, quien se despierta al sentir mi llegada. Se encuentra bastante cómoda, ya que ahora dispone de dos asientos para ella sola, pero aún así dice que el tiempo parece no pasar.

La cena se sirve al poco de dormirme. Llevo algunas horas sin probar bocado y empiezo a sentir hambre. Delia me comenta que estaba bastante buena, compuesta por pollo relleno de arroz al estilo Nepalés, entre otras cosas. Así que no me queda otro remedio que esperar hasta la comida para poder probarlo. Qué le vamos a hacer.

Sobre las siete de la mañana se nos comunica que en breves momentos aterrizaremos en el aeropuerto internacional de Dubai. Dubai es una de las ciudades más importantes de Los Emiratos Árabes Unidos, a muy pocos kilómetros de la costa de Irán. Desde la ventanilla del avión se contempla un paisaje desértico, de grandes llanuras de arena y alguna que otra montaña rocosa sin vegetación alguna. A lo lejos se ven aproximarse las primeras casas, y después aparecen altos edificios, calles llenas de arena del desierto, y gran cantidad de coches circulando por las carreteras.

Una vez que hemos tomado tierra, disponemos de una hora para estirar las piernas. Descubrimos uno de los aeropuertos más lujosos del mundo, inmerso en una cultura que parece sacada de los cuentos de Las mil y una Noches, en donde las mujeres visten con chilabas y pañuelo, y ocultan el rostro por debajo de sus ojos con un velo. En una de las salas de espera un grupo de negros africanos, que parecen haber salido de una película de aventuras con sus túnicas de vivos colores, esperan a poder embarcar en su avión. Nos miran como si fuéramos bichos raros, como a intrusos en un mundo que no nos pertenece.

En una de las tiendas encontramos un libro con fotografías maravillosas de Nepal. Lo compramos sin dudarlo para intentar hacer un poco más cortas las casi seis horas que nos quedan de vuelo. Llega la hora de regresar a nuestro avión, por lo que montamos y en seguida despegamos hacia Kathmandú. Y, por fin, la comida que, según Delia, es lo mismo que hubo para cenar.

El esperado momento se acerca, ya se ven las verdes montañas que tantas veces habíamos visto en las fotografías de nuestras guías turísticas, ya se siente la emoción de lo inesperado. Por fin el avión toma tierra y bajamos por la escalerilla a un nuevo mundo a miles de kilómetros. Hace calor y el cielo está como cubierto por una neblina de polvo. Al fondo de la pista de ve el edificio funcional del aeropuerto, de un color marrón rojizo. Decenas de personas nos contemplan con gran expectación desde lo alto de algunas terrazas del mismo; los hombres llevan puesto el gorro típico nepalí y las mujeres una especie de sarí , muy parecido a los de la India.

Una gran sala alberga la zona de control de pasaportes y de obtención de visados. En las paredes, bonitas tallas de madera y frescos de gran colorido representan los paisajes de la zona y las altas cumbres del Himalaya. En tan solo unos segundos se forman dos grandes colas. La primera, la más larga, para aquellas personas que tienen todavía que tramitar su visado de entrada al país; la otra, para aquéllos que ya traen su visado preparado desde su país. En esta última nos ponemos nosotros.

La cola avanza con gran lentitud y tenemos tiempo de observar a las personas que nos rodean. Son gente de lo más dispar, desde monjes budistas, vestidos con sus túnicas rojo terciopelo y su cabeza rapada, hasta ejecutivos indios. Sin embargo, la mayoría de los que estábamos allí éramos turistas europeos en busca de aventura: unos en bicicleta, otros con la intención de hacer trekking y rafting, y otros, como nosotros, preparados para descubrir las maravillas que el país tenía para ofrecernos.

A nuestras espaldas se va formando otra cola, frente al mostrador de lo que parece ser la oficina de cambio de un banco, y decidimos que es mejor cambiar dinero antes de pasar la aduana. Cambiamos $ 250 dólares, unas 10.000 rupias en billetes grandes de 1.000 rupias, y algunos billetes pequeños para las propinas y los primeros gastos. Todo en Nepal parece funcionar sin ninguna prisa, a una lentitud a la que los europeos no estamos acostumbrados.

Son las cuatro de la tarde -hora nepalí-, cuando entramos en la sala de recogida de equipaje. Todas las maletas se encuentran esparcidas por el suelo formando grandes montones, por entre los cuales la gente intenta reconocer las suyas. Afortunadamente, las nuestras han llegado a salvo. En ese instante aparece nuestro guía de la agencia Yak and Yeti, quien se va a encargar de que disfrutemos plenamente durante nuestra estancia en su país.

Antes de que podamos reaccionar, nuestras maletas son recogidas por un grupo de chicos y transportadas al interior de la furgoneta que nos transportará al Hotel Everest. Aquí vamos a pasar primeramente dos noches, y otras dos más al final del recorrido. El hotel se encuentra bastante cerca del aeropuerto y solamente tardamos unos diez minutos en llegar.

En la entrada nos recibe el botones, un hombre vestido con un traje típico de Nepal, con el rostro siempre sonriente. Nos hace una pequeña reverencia y, juntado las palmas de las manos en actitud de oración, nos saluda con el cordial «NAMASTE». A partir de ese momento vamos a escuchar esta palabra en cada rincón del país.

El Hotel Everest, uno de los mejores hoteles de cinco estrellas de la capital. Está compuesto por 155 habitaciones, 7 restaurantes, bares, pistas de tenis, piscina, discoteca y tiendas. En su planta baja, un amplio salón con cómodos sillones permite descansar al final de la jornada. En él se encuentra la recepción, con un elegante mostrador de madera oscura, en la que trabajan varios recepcionistas vestidos con elegantes trajes de chaqueta oscuros.

Una vez que nuestras maletas han sido descargadas y transportadas al interior del salón, nos dirigimos al mostrador para recoger las llaves de nuestras habitaciones. Subimos al tercer piso en un ascensor algo antiguo, pero en buen estado.

Las habitaciones son enormes, con un amplio cuarto de baño, muebles clásicos al estilo del país, televisor en color y amplias camas con varias almohadas. En la pared del fondo, unos grandes ventanales – cuyos cristales no han sido limpiados desde que fueron puestos – nos muestran la exótica ciudad de Kathmandú.

Tras un pequeño descanso, durante el que cae un fuerte chaparrón, nos aventuramos a entrar en el aseo para averiguar el funcionamiento de la ducha. Nuestra primera sorpresa viene cuando al abrir el grifo del baño, el agua sale de color marrón. No parece haber manera alguna de hacer funcionar la ducha. Después de varios intentos fallidos descubro, por casualidad que, tirando hacia abajo del extremo del grifo por donde sale el agua, se pone en funcionamiento.

Nos ponemos ropa limpia y bajamos a la planta baja para coger un taxi que nos translade al centro de la ciudad. Conducir en Kathmandú no es fácil, cosa que pronto descubrimos durante el trayecto. Parece no haber ninguna norma de circulación; se conduce por la izquierda tratando de esquivar a los demás vehículos, tocando constantemente el pito como aviso para los otros conductores, e intentando no atropellar a las vacas sagradas que pacen tranquilamente por las calles. Los taxis suelen ser modelos antiguos, algo viejos, y por supuesto, carecen de taxímetro, por lo que el precio debe ser acordado de antemano. Cien rupias -unas 250 ptas- es el precio por viaje (sea cual sea el destino dentro de la ciudad), precio que se reduce a la mitad para los nepalíes, como más adelante nos daremos cuenta.

Nuestro taxista, todo un experto al volante, hace alarde de sus facultades adelantando por la ciudad con vehículos de frente, no respetando semáforos y haciendo buen uso del claxon. Después de diez minutos con el corazón en un puño llegamos a New Road – bautizada así con motivo de la reconstrucción efectuada tras el grave seísmo de 1934 – donde nos bajamos para adentrarnos poco a poco en el corazón de la ciudad.

La gente no tarda mucho en darse cuenta de nuestra llegada, y en pocos segundos nos vemos rodeados de simpáticos nepalíes que no dejan de saludarnos y de intentar vendernos cualquier tipo de cosas. Paso a paso nos vamos sumergiendo en la gran masa humana: campesinos vendiendo sus productos, niños que se ofrecen como guías o que venden bálsamo de tigre, mujeres vestidas con sarís de vivos colores, etc.

Comienza a anochecer, y la ciudad va adquiriendo un aspecto sobrecogedor; los colores ya no son tan brillantes y las siluetas de los tejados de madera se recortan en el cielo rojizo. El centro de Kathmandú está anclado en la Edad Media, como si hubiéramos retrocedido mil años en el tiempo. Comienzan a encenderse tímidamente las primeras luces de las casas más cercanas, lo que confiere a la ciudad una apariencia mágica.

Por todos los rincones, multitud de templos hinduistas se encuentran esparcidos, dedicados a dioses como Ganesh, Shiva, Visnú, etc. Resulta espectacular ver que la gente, al pasar junto a uno de estos templos, se detiene para hacer sonar una campana, decir unas oraciones, hacer una ofrenda a su dios preferido… El dios Ganesh -dios de la suerte, la salud y los viajes- es uno de los más populares.

Continuamos nuestro paseo por la plaza Durbar, núcleo de la parte antigua de la ciudad, donde se cruzaban antaño las rutas de comercio con el Tíbet. Toda la plaza, con sus edificios de madera tallada, constituye un claro testimonio de la arquitectura de la dinastía Malla. Subimos a lo alto de uno de los templos, a través de sus escaleras de piedra, para poder comtemplar el transcurrir de la humilde vida de los ciudadanos de esta maravillosa ciudad.

Al bajar, deambulamos por entre las estrechas callejuelas y descubrimos pequeños altares dedicados a diferentes deidades, donde la gente se detiene durante unos minutos. Unos dicen una oración; otros realizan una ofrenda de arroz. Son muchos los dioses de la religión hindú. En uno de estos altares dscubrimos la temible imagen de Bhairav, quien es en realidad el dios Shiva en uno de sus aspectos más terribles.

La oscuridad se adueña por completo de la ciudad y ésta cobra un aspecto misterioso y fascinante a la vez; pero se está haciendo tarde y debemos pensar en regresar al hotel para cenar y descansar de este largo día de más de 48 horas.

Cogemos un taxi en New Road, no sin antes haber acordado el precio, y nos dirigimos hacia nuestro acogedor Hotel Everest. Una vez allí el taxista nos pide 200 rupias por el trayecto, el doble de lo acordado, diciendo que lo convenido eran 100 rupias por persona. Nosotros no nos dejamos impresionar por sus palabras y le damos las 100 rupias acordadas -las cuales recoge sin discutir, y sonriéndonos como si nos hiciera un favor.

Una vez en el salón del hotel, nos sentamos en uno de sus elegantes sillones y esperamos tranquilamente la llegada de nuestros amigos, quienes no tardan mucho en aparecer. Tras el intercambio de comentarios sobre como había transcurrido la tarde, decidimos concertar las excursiones para el día siguiente, que ya nos había ofrecido nuestro guía a la llegada. Nos sorprende del viaje lo bien organizado que está y, sobre todo, que somos solamente nosotros cuatro los componentes de las excursiones durante todo el viaje, lo cual nos alegra enormemente, pues pensábamos que tendríamos que ir con otros turistas.

La cena la tomamos en el restaurante tibetano «SHERPALAND», situado en el útimo piso de nuestro hotel. Con unas maravillosas vistas de la ciudad, la comida resulta toda una experiencia para nuestro paladar.

La cena es deliciosa y el servicio formidable; todas las mesas están decoradas con mucho estilo, con una pequeña vela en el centro. El ambiente es muy relajado; las paredes del restaurante están decoradas de forma que recuerdan la fachada del famoso palacio de Potala, en la capital del Tibet, Lhasa. Tomamos rollos de primavera (más pequeños que los de España, pero muy buenos), varios platos exóticos con salsas de varios sabores y, por supuesto, un buen postre de helado con chocolate caliente.

Tras la suculenta cena nos retiramos a nuestras habitaciones para descansar de tan agotadora jornada.

31 de marzo de 1996.

A la mañana siguiente nos levantamos bastante temprano para sacarle el máximo provecho al día. Bajamos a la planta baja y entramos en un amplio salón destinado a los desayunos. Éste es tipo buffet, por lo que cargamos nuestros platos con quesos, salchichas, cereales variados, yougurt nepalí, huevos revueltos etc.

Una vez que hemos recobrado energías decidimos dar un paseo andando por la amplia avenida en la que se encuentra nuestro hotel. Comenzamos a caminar en dirección al centro de la ciudad; el tráfico ya es horrible a estas horas de la mañana, y el humo de los camiones y autobuses no dejan de contaminar el denso aire. Cruzar la calle es toda una proeza, ya que los vehículos no respetan ni semáforos ni pasos de cebra. A ambos lados de la avenida puede verse el sistema de alcantarillado de Kathmandú: aguas negras corren a cielo descubierto a lo largo de la avenida. Las vacas deambulan por todas partes, y realizan una gran labor comiéndose las basuras.

Por el camino vamos contemplando atónitos el ir y venir de los nepalíes en su vida cotidiana; autobuses viejos llenos hasta reventar, con gente subida en las puertas o enganchados a las ventanas; talleres ambulantes de bicicletas donde un pobre hombre equipado con su rudimentarias herramientas espera la llegada de algún cliente. Nos encontramos también con grupos de niños que se dirigen a la escuela, vestidos todos con uniforme, que nos saludan en inglés al cruzarse con nosotros. El paseo no tiene desperdicio, pero debemos volver para encontrarnos con nuestros compañeros de viaje y iniciar nuestro recorrido por el valle de Kathmandú.

Nuestro guía ya nos está esperando cuando llegamos. Montamos en una pequeña furgoneta de color blanco y nos dirigimos hacia la grandiosa estupa de Bodhnath -la mayor de todo Nepal-, construida sobre un terreno llano y coronando un conglomerado de tiendas y casas de fachadas pintadas con tonos pastel. La estupa es un monumento de grandes proporciones, en forma de campana, en cuyo interior se encuentran parte de las cenizas de Bhuda.

Desde lo alto, los ojos pintados de Bhuda miran al mundo; ojos de llamativos colores rojo, blanco y azul. Debajo de éstos, y simulando una nariz, se encuentra el signo que representa el número uno en lengua nepalesa, como símbolo de la unidad de todos los hombres. La estupa está construida sobre terrazas concéntricas que ascienden gradualmente, lo que le da un aspecto sobrecogedor.

Alrededor de Bodnath se ha construido toda una ciudad: nuevos monasterios budistas, capillas, casas particulares, tiendas, bares, fondas y talleres de alfombras. Entramos en uno de los monasterios que bordean a la estupa – no sin antes habernos descalzado-. En su interior varios monjes budistas, vestidos con túnicas naranja, rezan oraciones sentados en viejos bancos de madera dispuestos en hileras. Pedimos permiso para sacar fotos a la colorida imagen del gran buda dorado que preside el altar y dejamos un pequeño donativo. A la salida del monasterio, en una pequeña habitación, se encuentra un enorme rodillo de oración, al que un monje da vueltas en sentido de las agujas del reloj mientras va diciendo una oración, en cada una de las vueltas un dispositivo en lo alto del rodillo hace sonar una campana.

Salimos del templo sobrecogidos por tanta belleza y nos disponemos a dar la vuelta completa a la estupa -siempre en el sentido de las agujas del reloj- mientras hacemos girar los múltiples y pequeños rodillos de oración que la rodean. A nuestro paso encontramos multitud de peregrinos, orando, haciendo ofrendas a su dios, lanzando puñados de arroz hacia el cielo; no es algo que esté preparado para el turismo; todo lo contrario, los pocos turistas nos sentimos como intrusos en este mundo.

El olor a incienso impregna el aire mientras continuamos nuestro paseo. subimos por una escalinata de piedra que conduce a lo alto de la estupa, desde donde se puede apreciar una vista estupenda del lugar. Lanzando una última mirada a la majestuosa estupa, salimos del lugar en el que se encuentra asentada. En uno de los recodos de la calle vemos algo que nos sobrecoge: en mitad de la acera se encuentra una mendiga; su pierna izquierda, mutilada por la lepra, deja asomar parte del blanco hueso.

A unos pocos metros de la mendiga se encuentra una pequeña carnicería -si se puede llamar así-. Un habitáculo de unos dos metros cuadrados, con un pequeño mostrador de madera que da a la calle; sobre el mostrador, varios pedazos de carne envueltos en una nube de moscas nos dan una idea de las mínimas medidas de higiene que se adoptan en el país.

Al otro lado de la calle se encuentra nuestra furgoneta con el guía esperándonos para continuar nuestra excursión hacia el templo hindú de Pashupatinath. Éste se encuentra a unos cinco kilómetros al este de Kathmandú. En él es venerado el dios Shiva en su aspecto más benévolo: pastor de animales y hombres.

Las calles cercanas al templo se encuentran repletas de buhoneros que venden collares, piedras negras con fósiles, polvos de vivos colores, especias, etc; hay gente lavándose en las fuentes públicas, santones dando su bendición y vendiendo ofrendas a los peregrinos al templo, etc.

Delante nuestra vemos un pequeño puente que cruza el río Bagmati. Este río sagrado bordea el complejo y a él se arrojan las cenizas de los cadáveres quemados en las piras funerarias situadas en sus orillas. Cruzamos el puente y nos situamos frente al templo, donde contemplamos las actividades de los fieles, atareados en todo tipo de ofrendas y oraciones, así como de avivar el fuego de una las piras en donde un cadáver está siendo incinerado en ese momento.

A la derecha del templo hay un hospital construido por el gobierno para enfermos terminales, pues según la costumbre, cuando una persona siente la muerte llegar y ya ha sido desauciada por los médicos, se dirige aquí para morir en las orillas del río Bagmati. En este lugar se suministra a los enfermos calmantes de tipo natural para ayudarles a soportar mejor el dolor y poder así terminar sus días de una forma digna.

Junto a nosotros se encuentra un santón, con largo pelo negro que le llega a la cintura, una camiseta de algodón de color amarillo, y una larga tela color naranja arrollada a la cintura que le baja hasta los pies; colgándole del cuello lleva varios collares y amuletos. Me dirijo a él y le pido que pose conmigo para una foto, por lo que le doy una pequeña propina.

Volvemos a cruzar el puente para dirigirnos a la parte posterior del templo, en donde se encuentra la entrada del mismo. Desgraciadamente, la entrada esta prohibida a los no hindúes, como puede leerse en los letreros a ambos lados de la decoradísima puerta y recuerdan dos policías. Pero echando un vistazo desde fuera se puede divisar una enorme estatua dorada del toro Nandí, vehículo sagrado de Shiva y símbolo de fecundidad. Tras realizar varias fotos por los alrededores, regresamos al punto donde nuestra furgoneta nos espera para continuar el viaje.

Cerca del mediodía nuestro próximo destino va a ser la ciudad de Bhaktapur, que con sus 50.000 habitantes, es considerada como un escaparate de la vida de una ciudad nepalesa medieval.

La furgoneta aparca en un solar situado a la izquierda de la entrada al casco antiguo de la ciudad. Nuestro guía baja y saca las entradas para los cuatro; el precio de la entrada es, en realidad, un pequeño donativo para contribuir a la conservación y mantenimiento de la ciudad. Una vez dentro, la más famosa plaza Durbar de las ciudades de Nepal se nos revela en toda su grandeza y esplendor. Cuidadosamente restaurada y en perfecto estado de conservación, la plaza Durbar de Bahktapur nos envuelve en un ambiente de medieval elegancia y exquisita belleza. Rodeada de exóticos edificios de madera o de piedra en forma de pagoda o sikhara, y con esculturas bellamente talladas, el conjunto de todos estos elementos dota a este espacio de una gran armonía y una atmósfera casi irreal.

Desde el centro de la plaza, nuestro guía comienza a dar explicaciones en correcto español sobre los monumentos que nos rodean; entre éstos destacan la famosa puerta dorada, el palacio real, el templo de Pashupati, etc. Más allá de este templo, una corta y estrecha calle llena de vendedores nos conduce hacia el este, a Taumadi Tole, donde admiramos el grandioso Templo de Nyatapola, el más alto de Nepal, con más de 30 metros de altura, y sostenido por varios pilares de madera tallada.

Subimos por la escalinata central, flanqueada por enormes guardianes; se cree que cada par de guardianes tiene 10 veces más fuerza que el par inmediatamente inferior. Así, los dos famosos luchadores mallas del primer escalón son 10 veces menos fuertes que los elefantes del siguiente. Desde lo alto del templo contemplamos el ir y venir de las gentes en la plaza y las calles que tenemos delante.

Abandonamos el templo y seguimos a nuestro guía a través de varias calles estrechas hasta llegar al famoso mercado de alfarería, en donde miles de cacharros de barro se secan al sol. Los alfareros trabajan en primitivos tornos instalados por toda la plaza; la mayoría de las veces estos tornos están fabricados con enormes ruedas de camiones que giran por el impulso dado por el alfarero mediante un largo palo. Nos detenemos a contemplar su delicado trabajo y les hacemos unas fotos.

Proseguimos nuestro camino y regresamos junto al templo de Nyatapola, en donde nuestro guía nos da un par de horas libres para comer y recorrer la ciudad por nuestra cuenta. En el centro de la plaza se encuentra un pequeño restaurante, el restaurante Nyatapola, situado dentro de uno de los edificios de madera con forma de pagoda que bordean la plaza. Decidimos entrar y descansar mientras saboreamos la comida nepalesa desde la terraza más alta. El plato típico nepalí esta compuesto por arroz blanco, servido en un plato, al que acompañan varios cuencos pequeños, que contienen verduras con salsas exóticas, carne de pollo con curry, y otras salsas con jengibre y otras especias.

Mientras saboreamos nuestra comida observamos, por encima de la barandilla de madera junto a la que está la mesa, las diversas actividades a las que se dedican los nepaleses. Terminado el plato principal pasamos al postre: el exquisito yougurt nepalí de leche de búfalo, con su característico sabor agrio y ahumado a la vez.

Finalizada la comida damos un pequeño paseo por las calles de Bahktapur y regresamos al lugar donde se encuentra esperando la furgoneta con el guía.

Nuestro próximo destino será la cuidad de Patán, ciudad situada en una elevada meseta sobre el río Bagmati, al sur de Kathmandú. Entramos a la ciudad de Patán por el suroeste, atravesando una serie de calles estrechas, para visitar una obra maestra de la arquitectura: el Maha Baudha o templo de los mil budas. El elevado edificio se alza en un estrecho patio y está enteramente recubierto de placas de terracota con representaciones de Buda. Damos una vuelta por el templo y hacemos algunas fotografías desde la parte trasera.

Proseguimos nuestra visita por la plaza Durbar de Patán visitando el palacio real. Admiramos su puerta dorada y sacamos fotos a las bellas imágenes en bronce de las diosas «Ganga», que va de pie sobre una tortuga, y «Jamuna», que va sobre un makara o cocodrilo mítico. Estas diosas representan a los ríos sagrados de Nepal -el Trishuli y el Bagmati-. Tras la visita al palacio, nos detenemos unos momentos en la plaza Durbar para admirar su gran belleza; en ella se entremezclan edificios de terracota y madera tallada tipo pagoda, y templos de arquitectura india.

Todo tipo de gentes camina por las calles. Entre los turistas descubrimos una pareja de hindúes, muy elegantemente vestidos. Ella, con un bonito sarí lleno de color, toma imágenes de su marido con una moderna cámara de vídeo. Sus manos están cubiertas de bonitos dibujos, así como sus pies. Según nos comenta nuestro guía, las pinturas avisan a los demás hombres que se trata de una mujer recién casada, y que si se acercan a ella pueden tener problemas -con el marido-.

Proseguimos la marcha a través de varias callejuelas estrechas para visitar un pequeño templo budista; nos descalzamos para acceder al patio central donde se encuentra una pequeña capilla con un Buda dorado. Dentro de la capilla se encuentran dos monjes budistas. Uno de ellos es tan sólo un niño que se encuentra en proceso de formación, por lo que no le es permitido salir del recinto hasta que ésta se acabe.

Cuando nos aproximamos para ver mejor la imagen de Buda, el monje mayor se dirige a nosotros en un perfecto inglés para invitarnos a acercarnos a la imagen y hacerle algunas fotos; damos un pequeño donativo para el templo y el monje nos da su bendición, que consiste en entregarnos una pequeña flor y verter un poco de agua sobre nuestras cabezas; mi pelo se desordena de una forma peculiar y el niño monje se ríe.

Salimos del patio central, nos ponemos nuestro calzado y proseguimos la visita por el piso superior del templo, en donde un simpático hombrecillo se ofrece para darnos algunas explicaciones sobre las pinturas del templo y sus tallas de madera.

Para finalizar la visita a Patán, nuestro guía nos deja una media hora libre y podamos así sumergirnos en su exótico ambiente. Las calles están llenas de puestos en los que se vende todo tipo de objetos artesanos para turistas; entre otros destaca el famoso cuchillo gurka, o «kukuri». Un muchacho con una caja de cartón llena de bálsamo de tigre se acerca a nosotros e intenta convencernos de los maravillosos poderes de dicho bálsamo, que según se dice vale para todo; nuestro guía ya había comprado uno antes y nos había contado sus poderes curativos, así que compramos uno como recuerdo.

Todos los vendedores de los puestos ambulantes nos acosan constantemente, dirigiéndose a nosotros en todos los idiomas, incluido el español, del que conocen algunas frases como ?hola!, ?de dónde eres?, tengo un amigo de Barcelona, etc.

Sentado sobre un bordillo de piedra junto, a la imagen del dios Ganesh, encontramos a un santón vestido con una túnica amarilla y protegiéndose del sol con una sombrilla del mismo color; en su frente tiene pintadas tres gruesas rayas blancas horizontales, que contrastan con un gran círculo rojo en medio de sus ojos. Junto a él, y apoyado junto a la imagen del dios, hay un tridente con un pequeño tambor colgado de él. Me sitúo a su lado y le pido permiso para que nos hagan una foto; detrás de él tiene una pequeña cesta de mimbre en la que guarda una cobra, la cual me muestra con gran amabilidad. A la hora prevista nos dirigimos al lugar acordado con el guía para proseguir al último punto de nuestra visita por el valle de Kathmandú: la pintoresca y famosa Estupa de Swayambhunath.

De camino a la estupa nos detenemos en un centro de artesanía donde trabajan varios hombres y mujeres tejiendo alfombras, tallando madera y realizando trabajos de orfebrería. Las mujeres, sentadas en primitivos telares de madera, dedican su tiempo a la laboriosa tarea de fabricar alfombras, trabajo en el cual, a veces, invierten más de un mes para la producir un solo artículo. Entramos en la zona de venta para ver algunas de las alfombras ya acabadas, las cuales son verdaderas obras de arte -al igual que sus precios-. Pensamos que este lugar está un poco orientado para el turismo y decidimos no comprar ninguna, por el momento.

Sobre una verde colina al oeste de Kathmandú, en un lugar de ensueño, se alza dominando el valle la gran estupa de Swayambhunath. En las cuatro paredes de esta antigua construcción, de más de 2000 años, están pintados los ojos de Buda, unos ojos de mirada compasiva que todo lo ven bajo gruesas cejas negras.

El lugar se encuentra infestado de monos que deambulan a sus anchas por todas partes, sin importarles en absoluto la gente. Según dice una leyenda, el patriarca Manjushri se cortó el pelo en Swayambhunath y de cada cabello brotó un árbol y cada liendre se convirtió en un mono.

Desde el asentamiento de la estupa se observa una maravillosa panorámica de la ciudad de Kathmandú, la cual se extiende en forma de espada, con la empuñadura al sur y la hoja al norte. Entre el gran conglomerado urbano se distinguen los tejados de los templos de madera en forma de pagoda, mezclados con las viviendas de muros de ladrillo y algunos tejados de paja; toda la ciudad aparece envuelta en una neblina constante de polvo y contaminación, procedente del gran número de vehículos que circulan por sus calles medievales.

Dando la vuelta a la estupa nos encontramos con un grupo de nepalíes celebrando una fiesta. El sonido de los tambores y sus risas hace que nos detengamos unos minutos para contemplarlos; algunos de ellos están sentados en el suelo con las piernas cruzadas y comiendo con sus manos un poco de arroz blanco, que tienen encima de un periódico delante de ellos. En la parte trasera de la estupa se encuentran varios puestos en los que venden cosas variadas relacionadas con la religión; en uno de ellos compramos un paquete de incienso y un pequeño soporte para quemarlo.

Continuando nuestra visita nos encontramos con una larga escalera de 300 escalones de piedra que comunican la estupa con la cuidad. Bajando un poco por la escalera me encuentro con un mono sentado tranquilamente sobre un muro de piedra. Me acerco un poco e intento llamar su atención haciéndole algunas muecas. El simio responde inmediatamente mostrándome sus largos y afilados colmillos, lo que me sobresalta y me obliga a retroceder en un rápido movimiento que casi me hace perder el equilibrio.

Alejándonos ya hacia el lugar donde nos espera el vehículo, echamos una última mirada a la elegante imagen de la estupa que para siempre quedará en nuestras retinas. Montamos en nuestra furgoneta y nos dirigimos hacia el hotel para finalizar nuestra excursión.

Llegamos al hotel sobre las 5:30 de la tarde; subimos a nuestra habitación para descansar un poco y refrescarnos, y seguidamente bajamos a la recepción para coger el autobús del hotel que nos transladará al centro de Kathmandú, en New Road. Desde aquí vamos paseando tranquilamente hasta la plaza Durbar. Tras sacar algunas fotografías de los característicos edificios de la ciudad nos dirigimos al templo de la diosa viviente Kumari.

El templo fue construido a mediados del siglo XVIII. Dos estatuas de leones guardan los escalones de la entrada, en cuyos dinteles hay esculpidas sonrientes calaveras. Tallas de dioses, pavos reales y palomas adornan los balcones de madera.

Pero aún es mucho más atractivo lo que podemos ver en el pequeño patio interior, cuyas cuatro paredes muestran notables tallas en madera. Pasados unos minutos desde nuestra entrada,
la Kumari o diosa viviente aparece en una de las ventanas del tercer piso frente a la entrada, y saluda a los visitantes con el tradicional «namasté». No podemos hacerle ninguna fotografía, ya que está estrictamente prohibido. La Kumari es elegida entre una serie de niñas de cuatro o cinco años de edad, seleccionadas del clan de los orfebres y plateros. El cuerpo de la diosa debe ser perfecto y presentar 32 signos distintivos.

Salimos del templo y nos sumergimos de nuevo en el torrente de vendedores y rickshaws que inundan las calles. El rickshaw es uno de los medios de transporte más pintorescos de Nepal. Se trata de un triciclo con cabida para dos personas y conducido por un hombre joven. Varios de estos conductores nos acosan continuamente para que subamos en sus triciclos, pero lo mejor es no prestarles atención y continuar nuestro camino.

Al torcer una de la calles vemos la entrada del antiguo Palacio Real, protegida por dos dragones de piedra pintados de vivos colores. A su lado se encuentra un soldado gurka del ejército nepalí con el que me hago una foto. A la izquierda de la entrada se encuentra la extraña estatua del dios mono Hanuman, de 1672, bajo un pequeño quitasol. El deificado animal está envuelto en una capa roja y tiene la cara cubierta de un polvo rojo mezclado con aceite de mostaza. A pesar de ser una deidad menor, es bastante popular entre los nepalíes. Todas las mañanas, sus devotos le traen granos de arroz, monedas, incienso y, a veces, recados escritos en pequeños pedazos de papel.

Viendo que se va haciendo la hora de cenar decidimos dirigirnos hacia Thamel, una de las zonas comerciales más importantes de la ciudad, y buscar uno de los restaurantes recomendados en nuestra guía. Sacamos el plano de Kathmandú que nos habían dado en el hotel y cogemos una larga calle llena de animación, que nos conduce hasta las proximidades del lugar. Es este sitio donde, en una calle, se nos acerca un muchacho, y sacando de una bolsa un enorme cuchillo gurka, lo desenfunda y nos lo muestra para que se lo compremos. El cuchillo parece bastante bueno, comparado con los que habíamos visto por la mañana, y brilla bajo la tenue luz de las tiendas de la calle; no mostramos mucho interés y seguimos nuestro camino para que el chico empiece a bajar el precio. Al final de un largo regateo conseguimos bajarlo a la mitad y nos lo quedamos. Un bonito recuerdo que pondremos en nuestra casa a nuestra llegada.

Recorremos toda la zona de Thamel entrando en alguna de sus tiendas, pero no conseguimos encontrar el restaurante que buscamos, por lo que preguntamos a un hombre muy simpático que conduce un rickshaw. Dice que conoce el sitio y nos montamos en su tricíclo.

Montar en rickshaw es toda una experiencia para nosotros; hay que ser muy hábil para guiarlo a través de las estrechas calles, llenas de gente y de vehículos en todas las direcciones. Transcurridos unos diez minutos llegamos a la dirección en la que debe estar el restaurante, pero resulta que el local fué cerrado hace algún tiempo. Pagamos al hombre por el paseo en el tricíclo -un poco más de lo que nos pide, ya que el esfuerzo realizado lo merece-, e intentamos coger un taxi para que nos lleve al mejor restaurante de Kathmandú, el Gorkha Grill, situado al otro extremo de la ciudad, en el hotel Soaltee Oberoi.

El conductor del rickshaw, que está enormemente agradecido por la propina, no nos permite coger el taxi, y se ofrece para llevarnos gratis al restaurante; intentamos convencerle para que no nos lleve, debido a la lejanía del lugar, pero es completamente imposible, por lo que al final accedemos.

El paseo hasta el hotel Oberoi va a ser una de las experiencias más fuertes del viaje. Atravesamos primero toda la ciudad, parando antes en la plaza Durbar para poder cambiar dinero, ya que todos los billetes que llevamos son grandes (de 1.000 rupias). El hombrecillo me había dicho que no había ningún problema y que podría cambiar aquí. Me bajo del rickshaw, y le sigo hacia un grupo de vendedores de tabaco, sentados en el suelo en un rincón de la plaza. Delia se queda mientras tanto al cuidado del triciclo.

No parece muy recomendable sacar en un lugar oscuro un billete tan grande para cambiarlo, pero al parecer no hay otra opción. Los vendedores abren sus ojos como platos ante tal visión, e incluso unos policías, que se encontraban por la zona, acuden extrañados a supervisar la operación. El cambio no parece fácil, ya que entre todos los vendedores tienen que aportar dinero para llegar a las 1.000 rupias; los billetes que me van dando y que voy contando son de 1, 5 y 10 rupias, por lo que pronto no encuentro sitio en mis bolsillos donde guardar tal fortuna.

Proseguimos nuestro viaje en el rickshaw por una serie de grandes avenidas durante más de media hora; las calles están solitarias y el pobre hombre empieza a toser debido al esfuerzo que está realizando, lo que nos entristece ya que nos recuerda al personaje del libro «La Ciudad de la Alegría. El muchacho no permite que me baje para aliviar un poco el peso, ni siquiera en las cuestas: dice que es lo bastante fuerte para tirar de nosotros.

LLevamos mucho tiempo de camino y no parece verse el final, lo cual nos impacienta un poco y nos da cierto temor el pensar algún posible peligro que nos aceche en estas solitarias y oscuras calles. Afortunadamente, llegamos al hotel tal y como se nos había prometido. Tenemos que bajarnos un poco antes y acercarnos andando hasta la entrada, ya que no está permitida la entrada en rickshaw. Pagamos sobradamente a nuestro conductor, quien queda enormemente agradecido con nosotros, y nos dirigimos hacia la puerta principal del lujoso hotel.

Gorkha Grill es el restaurante más elegante de Kathmandú especializado en cocina francesa. En un lujoso y amplio comedor ambientado por una elegante orquesta, se encuentran situadas las enormes mesas con inmaculados manteles blancos y cuberteria de plata. Dos camareros van delante nuestra para apartar una de las mesas y así hacer posible el acceso al confortable sillón situado entre la pared y ésta.

A partir de este instante comienza todo el ceremonial que requiere una cena de este tipo.
El maître, muy correcto, nos trae las cartas del menú para que realicemos nuestra elección. Nos damos cuenta de que hay una pequeña diferencia en las cartas -la de Delia no lleva puestos los precios de los platos-. A continuación nos sirven varias bandejitas con diferentes tipos de mantequilla, y una panera con delicadas porciones de pan francés. Sin pensarlo dos veces y con el hambre acumulada tras un largo día de visitas y emociones, no tardamos tiempo en hacerlos desaparecer. En apenas unos segundos un camarero aparece con otro nuevo surtido de mantequilla y pan, el cual nos comemos con más tranquilidad para no hacer que nos traigan otro.

Una vez elegido el menú -pato a la naranja y châteubrian- se nos acerca el somelier con el carrito de los vinos; elegimos un beaujelais y, a continuación, me traen en una pequeña bandeja de plata el tapón de corcho de la botella, para que compruebe el aroma del vino. Terminamos la comida con un delicioso flambeado -realizado delante nuestra en un pequeño hornillo- y un exquisito café, preparado también ante nuestros ojos en un extraño aparato de cristal.

Tras transmitirles nuestra satisfacción por la comida al maître y a los camareros, marchamos en taxi hacia nuestro hotel para descansar de tan fascinante día.

Una vez que llegamos a nuestro hotel, entablamos una conversación con el recepcionista del turno de noche; es un muchacho muy simpático de unos 22 años que en seguida comienza a contarnos curiosidades de su país y de su vida. Nos comenta que trabaja en el turno de noche para poder dar clases de inglés a los niños pobres de su país durante la mañana y poder terminar sus propios estudios.

Casi sin darnos cuenta se va creando un ambiente de amistad con este chico, el cual insiste en invitarnos a cenar a nuestro regreso del recorrido por Nepal. Nos despedimos de él y subimos a nuestra habitación, para caer rendidos en nuestras confortables camas.

1 de abril de 1996.

Nos levantamos muy temprano por la mañana para tomar el desayuno e iniciar nuestro viaje por carretera a la ciudad de Pokhara, situada a 200 kilómetros de Kathmandú, para lo que invertiremos unas 6 horas debido al mal estado de las carreteras.

Nuestro vehículo, un todo terreno completamente nuevo de color rojo, en el que realizaremos un recorrido por el centro del país durante cinco días. Nos cuesta creer que vayamos a ir nosotros cuatro solamente durante todo el viaje en este maravilloso coche, ya que esperábamos ir en un autobús lleno de turistas de otros países.

Nuestro chófer, un hombre nepalés correcto y simpático, nos comenta que podemos parar a lo largo del camino donde queramos y cuando queramos, lo cual nos va a facilitar enormemente la realización de fotografías.

Circulando constantemente en caravana a una media de 30 km. por hora, por una carretera de montaña llena de curvas y socavones y casi sin señalizaciones, comenzamos a descubrir el Nepal rural. El asfixiante humo negro desprendido por los numerosos camiones, hace que tengamos que tener las ventanillas casi cerradas durante la mayor parte del trayecto.

Los camiones, la mayoría de ellos de color naranja y de la marca india «Tata», van todos muy decorados con motivos religiosos y guirnardas navideñas; dichos motivos religiosos consisten en dibujos o estampas de los dioses indios como Ganesh, Shiva etc. Es todo un espectáculo el contemplar a lo largo de la penosa carretera los adelantamientos de estos vehículos sin tomar ningún tipo de precaución. Varios camiones no pueden aguantar la dureza del camino y revientan sus motores, echando agua por sus radiadores, en la cuneta de la carretera; sin embargo son rápidamente reparados por sus conductores con cualquier tipo de chapuza.

La carretera, llamada por los nepalíes autopista, está en constante reparación. En ella participan todos los habitantes de los pueblos por los que pasa. El trabajo se realiza en condiciones muy precarias y el tiempo no parece contar, lo que nos demuestra el hecho de que varias personas dediquen todo su tiempo a convertir una enorme roca en diminuta gravilla, para la reparación de la carretera, con la única ayuda de un pequeño martillo.

El nombre de autopista le debe venir de los puestos de peaje que se encuentran a lo largo de todo el camino. Para nuestro asombro se trata de sucias casetas, de un metro cuadrado, construidas de hojalata, el las que se encuentra un policía encargado del control del paso de vehículos y del cobro de impuestos. Lo más destacado es el sistema de barrera que poseen: una larga caña vertical, la cual hacen bajar desde la caseta.

Cada vez que paramos en uno de estos controles, acuden vendedores ambulantes, ofreciéndonos todo tipo de alimentos: coco, plátanos, té etc; también acuden grupos de niños, con primitivos instrumentos musicales de cuerda y viento, quienes pegados a las ventanillas del vehículo, nos deleitan con canciones típicas nepalesas.

La carretera transcurre la mayor parte del camino siguiendo la orilla derecha del río Trishuli; río caudaloso y de aguas turbias ideal para la practica del rafting. En uno de los meandros del río le indicamos al conductor que pare para hacer algunas fotos del fantástico paisaje y también para descansar un poco de tan largo viaje. Una familia que vive por allí cerca se aproxima con gran curiosidad y se sitúan a nuestro lado con caras sonrientes; la mujer lleva en sus brazos un niño pequeño muy gracioso. Van vestidos con ropas viejas y parecen ser campesinos de la zona que se han sentido atraídos por nuestra repentina llegada; todo un acontecimiento para ellos.

Continuamos nuestra ruta hasta un pequeño pueblo situado en un cruce de carreteras, pueblo que ha crecido del comercio con los viajeros de camino a Pokhara. La calle central por la que pasa la carretera se encuentra repleta de pequeñas tiendas, bares, talleres, etc. Hay una gran actividad, – camiones, viejos autobuses, coches – todos se detienen en este lugar para refrescarse un poco del agotador y polvoriento viaje. Nosotros nos detenemos junto a un pequeño bar en donde, sentados en una de sus viejas mesas de madera, tomamos el mejor café de leche de búfalo que jamás había probado.

Antes de partir de nuevo, damos un pequeño paseo por el lugar y hacemos algunas fotos a las vacas, que deambulan alegremente entre la multitud, y a los peculiares puestos de frutas y verduras, los cuales están fabricados con cuatro grandes ruedas de bicicleta, una sencilla estructura de hierro y una tabla de madera donde se ponen los productos.

Hace bastante calor y el aire se hace difícil de respirar debido al polvo y el humo de los camiones. Pero el viaje merece la pena ya que estamos conociendo la vida de los campesinos y sus costumbres. En nuestra próxima parada, junto a unos campos de arroz, tenemos la oportunidad de observar atónitos el primitivo sistema de labrar la tierra. Unos hombres menudos, delgados y arrugados por el sol, trabajan en los arrozales con primitivos arados de madera tirados por un par de bueyes, con el agua y el barro hasta los tobillos.

Delia se acerca a uno de los hombres y mediante gestos, le pide permiso para hacerle una fotografía en plena (edited)a. El campesino, muy agradable, detiene su trabajo durante unos segundos y posa para nuestra foto. También realizamos otras fotos a unas mujeres campesinas que transportan en sus espaldas unos característicos cestos de mimbre sostenidos mediante una cuerda por la cabeza; se trata del medio de transporte más utilizado por la gente de las montañas ya que les da la posibilidad de tener libres las manos.

Tras cinco horas de camino todavía nos queda lo peor; unos veinte kilómetros de carretera destrozada, con enormes agujeros, que hace que vayamos dando saltos en el interior del vehículo durante toda una hora. En nuestra mente el único deseo es llegar cuanto antes y contemplar las fascinantes montañas del Himalaya.

Llegamos a Pokhara sobre las dos del medio día; nos quedamos un poco decepcionados, ya que no vemos por ninguna parte las ansiadas montañas nevadas. La ciudad está formada por casas bajas de ladrillo, muchas de ellas sin acabar, y sin ningún atractivo. Es una ciudad que ha ido creciendo con la llegada del turismo de montaña y ha tenido que adaptarse rápidamente al cambio. Sus calles – mitad asfalto, mitad tierra – se encuentran llenas de tráfico y actividad de todo tipo.

A la salida de Pokhara y a orillas del pintoresco lago Phewa, se encuentra el que va a ser nuestro alojamiento durante las dos próximas noches, » El Fish Tail Lodge» , un encantador motel emplazado en una especie de isla en la orilla opuesta del lago, al que tenemos que acceder en una balsa fabricada con tablas de madera y grandes bidones de lata como flotadores. Un hombre vestido de uniforme es el encargado de transportar a los clientes al complejo, tirando de una cuerda que lo une con la otra orilla.

Todo nuestro equipaje es cogido inmediatamente por los porteadores y llevado junto con nosotros sobre la inestable balsa. Durante los pocos minutos que dura el viaje podemos disfrutar de la paradisíaca vista del motel reflejado en el lago. Tras recoger nuestras llaves en la recepción nos dirigimos, por entre preciosos jardines de verde césped, hacia nuestras habitaciones. Estas, amuebladas de forma informal pero muy acogedoras, poseen todas las comodidades, desde baño completo y televisión por satélite hasta aire acondicionado; todo un paraíso para olvidarse de todo y relajarse.

Tras una refrescante ducha para quitarnos el polvo cogido por el camino, nos dirigimos hacia el restaurante del motel para tomar la comida del medio día. Aunque es un poco tarde, las tres, todavía llegamos a tiempo de que nos sirvan algunos sandwiches y otras cosas de comer.

Preguntamos en la recepción por que no se pueden ver las montañas, y el recepcionista nos responde que éstas se ocultan tras la espesa neblina y que únicamente pueden verse al amanecer; los nativos dicen que las montañas se van a dormir al atardecer y que no despiertan hasta el día siguiente. Después de la comida, la cual no ha sido todo lo buena que hubiésemos deseado, nos dirigimos hacia la orilla del lago en donde se encuentran las canoas; le preguntamos al encargado si se puede dar un paseo por el lago, y nos responde amablemente que esperemos un poco a que el viento calme.

Damos un pequeño paseo por el maravilloso complejo, contemplando sus bellos jardines de verde césped y coloridas flores; descansamos un rato en unas hamacas de cuerda y hacemos algunas fotos. El viento parece haber amainado, así que decidimos dar nuestro paseo en canoa por el pintoresco lago del valle de Pokhara.

Delia se sienta en la parte delantera, yo en el centro, y el encargado detrás, desde donde rema lentamente hacia el interior del lago. El paseo es toda una experiencia: una sensación de paz y tranquilidad nos invade. Las orillas, repletas de árboles y maleza, se reflejan en el azul de las aguas. Conforme vamos avanzando, el trinar de cientos de pájaros nos acompaña y hace que perdamos la noción del tiempo.

A nuestra derecha, a la orilla del lago, se alza elegante la residencia de invierno del rey Birendra en Pokhara; una magnifica villa de tres pisos, digna de un rey que considerado la reencarnación del Dios Visnú en la tierra.

Frente a nosotros se encuentra la pequeña isla del lago, rodeada de vegetación, y que alberga el pequeño templo dorado de Varahi, que más adelante visitaremos. El Sol va perdiendo poco a poco su fuerza y las aguas del lago van adquiriendo un aire de misticismo que nos envuelve; levantamos nuestra mirada hacia el horizonte y creemos vislumbrar la silueta de los picos mas altos, pero tan sólo son las nubes y brumas que los cubren.

Finalizado nuestro encantador paseo por el lago, volvemos a nuestra habitación para prepararnos para la cena. Decidimos cenar en uno de los restaurantes que recomienda nuestra guía y que al parecer se encuentra bastante cerca de donde estamos, por lo que nos dirigimos hacia el embarcadero, montamos en la frágil balsa y llegamos a la otra orilla, en donde se encuentra la auténtica Pokhara.

Una larga carretera bordea el margen derecho del lago Phewa. Esta se encuentra repleta de pequeñas tiendas hechas de madera, en donde se venden todo tipo de recuerdos para los turistas, restaurantes, pequeños hoteles, talleres artesános, bares, supermercados etc. El ambiente que envuelve la carretera no puede ser más impactante: vehículos que circulan de un lado a otro sin dejar de hacer sonar el pito, bicicletas, y vacas paciendo tranquilamente con su aureola de moscas.

Después de cinco minutos de paseo por este pintoresco lugar en busca de un restaurante para poder cenar, nos damos cuenta de que nos acompaña un muchacho montado en bicicleta. Se acerca a nosotros y, sigilosamente empieza a darnos conversación, y entablar amistad para finalizar ofreciéndonos fumar droga, alardeando de tener la mejor mercancía de Nepal y de lo contentos que quedan los muchos de los turistas que abastece. Nosotros, simplemente, le decimos que no fumamos en absoluto, con lo que el asunto queda completamente solucionado.

Por fin y tras media hora de camino, llegamos al restaurante que andábamos buscando: El Flying Dragón Restaurant, situado en el Hotel Hungry Eye. Es un establecimiento aceptable especializado en cocina tibetana, china, nepalesa y continental. Un sitio bastante agradable, al aire libre y con vistas a la carretera y al lago – parecido a los restaurantes de verano de nuestra tierra-. Tomamos una suculenta cena china bañada con una refrescante cerveza San Miguel. Aunque parezca sorprendente, es la cerveza oficial del Nepal, y los nepaleses la consideran como suya propia; por más que nos esforzamos en hacerles comprender que la marca es de origen español, no lo logramos.

Terminada la grata velada nos dirigimos dando un agradable paseo hacia nuestro hotel. Las tiendas se encuentran cerradas y se ve menos gente por las calles. Pero se respira un aire de seguridad que hace que no nos preocupemos. Subimos en la balsa transbordador y llegamos al complejo, deseando dar descanso a nuestros fatigados cuerpos de otra larga jornada.

Nos dormimos pensando en las altas montañas nevadas que podremos admirar al amanecer, si las nubes lo permiten.

2 de abril de 1996.

Los primeros rayos de sol comienzan a asomarse a través de la ventana de nuestra habitación. A la voz de » las montañas «, uno de los empleados llama a nuestra puerta despertándonos súbitamente: son las seis y media de la mañana, y nos acercamos hacia las ventanas. Y allí en el horizonte, majestuosas ante nosotros, se alzan las cumbres de los dioses con sus cimas nevadas, envueltas en un halo rojo, nos quedamos atónitos ante tal belleza.

Justo delante de nuestra habitación, y a tan sólo a unas 30 kilómetros, se alza una de las cumbres mas emblemáticas del Himalaya: La montaña de la cola de pez o Macchapucchare, con sus 6.994 metros. Su nombre le viene dado por la forma característica de su pico, que asemeja la cola de un pez.

Cogemos nuestra cámara y salimos para hacer algunas fotos desde la orilla del lago; la vista desde aquí es sobrecogedora, la elegante imagen de las montañas, dominando el horizonte se refleja en las tranquilas aguas del lago Phewa. Desde este punto, contemplando tal maravilla de la madre naturaleza, el aire de paz y tranquilidad que nos rodea que nos hace sentirnos cerca del cielo.

Regresamos a nuestra habitación para coger algunas cosas y nos dirigimos al restaurante del motel para tomar el desayuno, que consiste, como de costumbre, en cereales, tostadas, huevos etc. Una vez hemos tomado energías, cruzamos él lago y damos una vuelta por la carretera, donde se encuentran las tiendas, y así hacer tiempo hasta la hora en que nos reuniremos con nuestro guía para efectuar el recorrido de la ciudad.

Entramos en una de las rudimentarias tiendas atraídos por algunos de sus artículos: chalecos, chaquetas, camisetas, bolsos etc; todos ellos realizados de forma artesanal y con colores y dibujos característicos del país. Mientras Delia se decide por lo que comprar, yo salgo a la puerta para hablar con algunos hombres que se encuentran sentados tomando el fresco. Rápidamente me sacan una silla y me invitan a sentarme con ellos; yo aprovecho la oportunidad para poner en practica algunas de las frases que he aprendido en lengua nepalesa, como:

Namaste ? ?Hola!
Mero naam Antonio ho ? Me llamo Antonio
Tapaaico naam ke ho? ? ?Cómo te llamas?
Ma ali ali ne

Viajar a Nepal (Foro de Los Viajeros)

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